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José Becerra Gómez: Un monaguillo bastante diablillo

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Autores: Álvaro Serrano Duarte - Juan Carlos Rueda Gómez

Anita Gómez es una mujer muy trabajadora. Sus días pasan, uno tras otro, atendiendo una pequeña tienda, ubicada en uno de los costados de la plaza principal de La Fuente.

Debe trabajar fuertemente para poder sostener a sus seis hijos que han quedado de su matrimonio con José Antonio Becerra. Luego de enviudar, a Anita no le queda otra alternativa sino pedir ayuda al párroco del pueblo.

El tercero de sus hijos, José, es un niño bastante inquieto que desde sus cinco años se ha vuelto disoluto e ingobernable. Es posible que su sentimiento de orfandad y la falta de atención de su madre le hagan mostrarse tan rebelde y ocioso.

El cura acepta contratarlo como acólito. Pero más de lo que pueda representar el poco salario asignado a ese puesto, a Anita le alienta la esperanza de que su hijo mantenga ocupado su tiempo y vea en el sacerdote la figura paterna y la mano conductora que la muerte se llevó.

Aunque la sotana que le dio el párroco le quedaba demasiado ancha y larga, José aprendió rápidamente a usarla. Claro que la mayor destreza la adquirió después de estrepitosa caída en mitad del altar cuando presuroso fue a buscar la patena que se te había olvidado alistar para el momento de la comunión de los fieles.

A los seis años, el niño "ascendió" a un nuevo cargo: Acólito Campanero. Aunque el cura lo suspendió el día en que José cambió el toque triste de funeral por el toque de año nuevo.

El monaguillo consideró que era contradictorio que los funerales fueran tan tristes si en la misa las oraciones del cura decían que el alma del fulano muerto iba camino a disfrutar de la gloria de Dios.

Y si la nueva vida, en el más allá, era gloriosa, por qué los familiares se andaban con tantos lloriqueos, como si envidiaran al muerto.

A los siete años aprendió a fumar, porque José era el monaguillo que más limosnas recogía. La primera vez el cura lo buscaba afanosamente desde el altar. La misa ya había terminado y José todavía andaba pidiendo a los fieles que le faltaban.

Por eso el cura le inquirió:

—Pero José, porqué se demora tanto recogiendo la limosna...

—Padre, lo que pasa es que yo le pido a cada uno. Y como hay algunos que están rezando o se las tiran de rezanderos, pues yo espero... si siguen rezando, les toco el hombro para que digan si van a dar o no. Y como a nadie le parece bien decirle que no a Dios, si le están pidiendo algo, pues meten la mano al bolsillo y sacan la limosna. Claro que... a veces, me toca dar vueltos...

Desde entonces, el párroco ordenó a José que empezara un poco más temprano, mientras él recitaba las oraciones un poco más despacio. Así pudieron trabajar en equipo. Y en cuanto a que aprendiera a fumar a tan temprana edad, se debió a que, por ser un niño con vocación de economista, el cura le asignó la tarea de administrar la pólvora que se quemaba en cada una de las fiestas religiosas.

Cumplía con tanto celo el mandato de su superior, que no permitía a nadie más —ni siquiera a los adultos— echar los voladores; y como para prender la mecha se utiliza un cigarrillo encendido, la cosa le quedó gustando. Al cabo de los días, hubiera o no qué quemar pólvora, José "quemaba" hasta un paquete de Pielroja al día.

Al ir creciendo, el párroco lo asigna como monaguillo, categoría que le permite acompañar al prelado a la celebración de misas y demás actividades sacramentales en las veredas, donde lo que más disfruta son las comilonas ofrecidas por los campesinos; además, puede traer para su casa una que otra gallinita y una marusada de frutas y legumbres, que buena falta hacían en la casa.

En la escuela no se distinguía precisamente por su aplicación. Pero era el más popular por su inventiva en los juegos; era el dueño de la mejor colección de maras o bolitas de cristal; sus trompos eran los más "seditas" y a la hora de apostar una carrera, sus largas zancas le daban ventaja sobre el resto de compañeros.

Terminada su primaria, pasó a cursar el bachillerato en el Instituto Técnico Industrial Juan XXIII, en Zapatoca pero solamente alcanzó al segundo grado. A los trece años, ya es un espigado e inquieto jovencito que sueña con partir a esas tierras de donde vienen tantos jóvenes, que al partir eran más pobres que él, pero al regresar al pueblo, lucían mejores y más bonitas vestimentas; costosos relojes y cadenas de oro.... sus bolsillos se veían abultados por los gruesos fajos de billetes y acaparaban la atención de todos contando historias increíbles sobre la forma tan rápida en que se hacia dinero, trabajando menos.

Desde el amanecer, hasta la hora de irse a la cama, parecía un disco rayado con el tema de marcharse a aquella "tierra prometida". Doña Anita estaba a punto de volverse loca con semejante incordio y vio la mejor oportunidad de descansar cuando recibió la visita de Rosaura, esposa de su hermano Martín.

Sin pensarlo dos veces le pidió que se llevara al muchacho para Barranquilla. A su arribo, un mundo asombroso salta a su vista. Se olvida de sus intenciones iniciales de trabajar para ganar plata y volver pronto a La Fuente a mostrar su prosperidad; al contrario, se "enllava" con 195 jovencitos de la cuadra y se sumerge en el mundo lúdico citadino: la bolae' trapo, la "chequita", las cometas y, sobre todo, quedó fascinado con algo que él sólo conocía como medio de trabajo: la patineta.

Claro que él la había conocido en Zapatoca con el nombre de zorra, donde se usaba para el transporte del mercado. La versión barranquillera era más pequeña y sólo se usaba para la diversión en competencias callejeras. En esto se la pasaba José mañana, tarde y noche; escasamente aparecía en la casa para comer un bocado a la carrera, y déle para la calle.

Hasta que a su tío Martín se le llenó la copa. El muchacho no aportaba ninguna ayuda a la tienda. Se la pasaba todo el día jugando, paseando, enamorando, fumando, descansando, nadando, callejeando... por eso le anunció:

—Bueno, muchachito: si usted cree que vino de vacaciones..., está equivocado. Mañana madruga conmigo para el mercado a ver si le consigo trabajo con algún paisano. Aquí yo no lo puedo emplear, ni tampoco seguir dando de tragar... aliste la maleta que le llegó la hora de saber que "ni la mazamorra es caldo, ni la morcilla es carne"

A las tres de la madrugada, llegan a un atiborrado mercado que parecía estar en tierra natal. Por todos lados se ven caras rojizas y sudorosas; algunos calzando cotizas o chanclas; con largas patillas; brazos musculosos; el caminar bamboleante de quien ha crecido, subiendo y bajando lomas. La mayoría porta sacos de fique o canastos de bejuco y a ninguno le falta un lapicero en la oreja y una larga tira de papel en la mano.

Son tenderos que van y vienen en el tráfago sofocante de carros, carretillas y carro-mulas. José contempla boquiabierto ese desfile interminable de paisanos que le hace creer en sueños que regresó a algún pueblo de Santander; sólo cae en cuenta del verdadero lugar que se halla, al presenciar una discusión de dos morochos peleándose por transportar en su carretilla unos bultos:

—¡Echeee! ¡Pero si el cachaco ese me bujcó a mí primero... ! —Decía el primero.

—¡No Jooodaaa! ¡Tú mandaj cájcara! Tú no vej que a ese man yo le hago el viaje todoj loj díaj?

En ese momento, su tío lo toma del brazo mientras saluda y habla con algunos de sus amigos. Luego de unas palabras, los interlocutores miran a José y hacen una mueca de desaprobación.

Siguen caminando y al llegar a una cantina, Martín ve a un tendero que está bastante tragueado. Es Manuel Afanador, quien acostumbra a tomarse media de aguardiente mientras le despachan el pedido en un depósito aledaño. Martín habla brevemente con él y sin siquiera saludar al muchacho, le ordena subir la maleta al destartalado camioncito que los transportará hasta el barrio La Victoria.

Para José la llegada a la tienda fue como arribar a un planeta cuyos habitantes hablaban un lenguaje desconocido. No sabía qué hacer cuando le pedían ¡una pomadita, chachaco! ¡Despáchame una Gutapercha! ¡Hey, pilas, dame un envelope! ¡Oye!, ¿qué pasó con los veinte barras de revuelto? ¡Dame una roja bien fría pa'vé si se me quita este guayabo...!

Durante las siguientes cuatro horas tuvo que aprender a cortar carne, medir cuartos de aceite, pesar cuatro onzas de zaragoza, guandul, envasar gas, y despachar guineo maduro. Lo que no pudo aprender, por más empeño que puso, fue a destapar botellas en el destapador que traen los enfriadores escondido en una cajuela, tarea aparentemente simple, pero que requiere de una gran precisión para evitar lo que le sucedió a José: más de veinte botellas despicadas.

A todas estas penurias se sumaba el hambre, ya que sólo fue llamado a desayunar a las once de la mañana, cuando estaba a punto de desmayarse. Desesperado y sin siquiera una cara amistosa que le diera aliento, mirando el arrume de botellas desportilladas que con seguridad le descontarían de su sueldo, decide salir a la calle y se monta en el primer bus que pasa, pensando en regresar donde su tío.

Va extasiado viendo pasar la ciudad por la ventanilla, sintiendo el alivio de haberse liberado de una esclavitud. Todo es desconocido para él; por eso no pierde detalle del recorrido hasta que se percata de que no tiene la dirección de su pariente. No sabe si bajarse o continuar en el bus, si preguntar a alguien o confiar en la suerte.

De pronto, como guiado por un ángel guardián, empieza a ver edificaciones y lugares que le eran familiares. La fortuna lo había llevado a embarcarse la ruta de María Modelo, que recorría de sur a norte la ciudad, pasando por el barrio Montecristo. Allí vio algo que sí recordaba perfectamente: una casa de pretil alto, pintado de rojo. A dos cuadras, estaba la tienda de su tío.

Su siguiente intento laboral lo vivió en el restaurante de su tía Cecilia Gómez, ubicado en la Calle Murillo, frente a la Dirección de Tránsito. Resiste escasamente dos semanas. Aunque es muy buena la comida, no soporta el trajín.

Todos los días va calle arriba y calle abajo buscando trabajo, pero rogando no encontrarlo. Se detiene donde quiera que haya muchachos jugando y se entretiene tanto que hasta se olvida de comer.

Sus bolsillos terminan vacíos, a tal punto que ni para un pasaje de bus le alcanzan. Con uno de sus amigos ocasionales de juegos, consigue una patineta prestada y sigue deambulando en ella por la ciudad, hasta llegar a la Tienda La Estación donde su paisano Helí Rueda Mujica que se apiada de él y le ofrece trabajo, pero en la tienda La Fama, de la carrera 61 con calle 75, que acaba de tomar en arriendo y es administrada por su hermano Gustavo Rueda.

Al llegar a esta dirección, se detuvo a observar el movimiento de clientes y al ver que era mucho el boleo , decide escabullirse amparándose en una mentira:

—Es que el trabajo es para otro muchacho...—le dijo a Gustavo, quien le preguntó si él era quien había enviado Helí para cubrir una vacante—.

No quiso trabajar, pero sí llegaba a dormir y se aparecía "coincidencialmente" en horas de comida. Esa actitud no era de buen recibo por parte de Heli; pero éste, entendiendo que José es un muchacho huérfano, muy sufrido, y que de pronto por su escasa edad es aún inmaduro, decide darle una nueva oportunidad y lo deja quedarse para que ayude en lo que pueda a cambio de techo y comida.

Claro que no fue por mucho tiempo, ya que unos días después, cuando Helí entraba a la bodega de la tienda, pisó accidentalmente la patineta que José había dejado mal puesta, dándose un tremendo porrazo. Su furia fue tanta que tomó la patineta y la partió contra el horno de madurar guineos.

Eran las 10 de la mañana y José continuaba durmiendo, pero su despertar no fue nada agradable, ya que Helí le arrojó una jarra de agua en la cara al tiempo que lo mandaba a buscar trabajo.

Ante el giro imprevisto' de las cosas, y sin patineta, no tuvo más remedio que salir a patoniar hasta que consiguió empleo en la tienda Mi Ranchito. Una semana después empezó a sufrir de un terrible dolor de muela que le hacia berrear toda la noche, con lo cual no dejaba dormir a nadie. Ante la inminencia de tener que llevarlo donde un odontólogo y tener que cubrir los gastos del tratamiento, el dueño de la tienda prefiere despedirlo.

Sintiéndose despreciado, solo e inútil, lejos de su familia y enfrentado a un mundo hostil que le exigía más de lo que podía dar, José lloraba mientras caminaba sin rumbo fijo por las calles de Barranquilla llevando en sus hombros la maleta con sus escasas pertenencias y sin un peso en el bolsillo. Había andado unas veinte cuadras cuando una patiulla de la policía lo detuvo.

De ninguna manera lograba convencerlos de que la maleta era suya. Para demostrarlo les dijo que lo llevaran a la tienda de la señora Irene Guarín, que ella era paisana suya y lo conocía. Allí le dieron trabajo sólo unos pocos días debido a que no se necesitaba de otro ayudante.

Continuó su peregrinaje buscando trabajo hasta que lo encontró en la tienda de Buenaventura Guarín, quien le hizo ver que para engancharlo, iba a despedir al empleado costeño que tenía, y que por ser santandereano, José le podría resultar mejor. Así que es sería su compromiso: superar a la persona que él reemplazaba.

Uno de los primeros oficios que le tocó hacer, fue recoger las verduras que estaban expuestas sobre la vitrina, para envolverlas en papel periódico y guardarlas en el enfriador. En el preciso instante en que se dirigía al aparato para guardarlas, desde el techo cayó un pesado ventilador que volvió añicos la vitrina, sobre la cual segundos antes José estaba agachado.

El asustado muchacho no supo qué hacer, ni qué pensar ante un destino empecinado en perseguirlo de tantas formas. Cuando por fin lo llamaron a almorzar, un poco después de las dos de la tarde, el joven se acomodó en el comedor familiar, pero de inmediato le dijeron que los empleados tenían su lugar en la bodega.

Efectivamente, allí estaba el plato sobre una canasta de cerveza colocada verticalmente frente a otra que se hallaba boca bajo, sobre la cual se tuvo que sentar. Comiendo en esa posición tan incómoda sentía más amargura y añoraba las atenciones maternas en su tierra natal. Sentía ganas de volver, pero aún no había ganado ni para el pasaje de regreso.

Después del almuerzo, el patrón lo envió a comprar el periódico y en el camino sintió deseos de renunciar. Pero recordando que la cajita de cartón donde guardaba su ropa se hallaba en la tienda, se decidió a regresar para enfrentar la situación.

—Don Ventura...—le dijo aterrorizado mientras aquel alzaba la mirada por encima de sus gafas de carey, con rostro ceñudo y adusto, mientras bajaba el periódico que leía—. Yo yo le quería decir que no voy a trabajar, más y quisiera que me pagara el sueldo por las horas que...

—¿Ah? So, hijuepuerca! . —Le interrumpió—. Boté un flojo y ahora usted resultó peor! ¡Lárguese antes que me 'toque darle unos correazos para que aprenda a ser serio! —Le gritaba, mientras el muchacho salía despavorido con todo y cajita de cartón.

Nunca antes había estado tan cerca de recibir una cueriza . Después del susto vino el desánimo. Había sido apabullado tantas veces, que se sentía decepcionado de sí mismo. Caminaba sin rumbo fijo. La noche lo sorprendió en una estación de servicio de la calle 45 con carrera 45. Sus pies se negaban a continuar.

Ante la mirada desconfiada de los bomberos se acomodó en una acera de la edificación contigua y con su cajita de cartón a manera de almohada, se dispuso a pasar la noche.

No durmió. El temor de ser asaltado por los vagos que merodeaban constantemente, la fuerte y fría brisa que soplaba, le impedían conciliar el sueño; pero sobre todo, no lo dejaba dormir sus propia angustia. Se hizo la promesa de que si se libraba de ser apuñalado o sobrevivía al intenso frío iría a implorarle una nueva oportunidad a la persona que más le había ayudado: Helí Rueda.

Comprendió que estaba totalmente perdido y necesitaba encontrar el mismo camino que recorrían las personas que admiraba. A las tres de la madrugada se fue al mercado a buscar a Helí, quien entendiendo a su joven amigo, le brindó un consejo más.

Al amanecer, José estaba enterado de que en la refresquería La Deliciosa, de propiedad de Luis Gómez, se necesitaba un empleado. Trabajó con tanto esmero que de inmediato se ganó su confianza, al punto de llevarlo a vivir a su casa.

Fueron cinco años de esfuerzo continuo y aprendizaje que le merecieron un premio: Don Luis necesitaba unas vacaciones urgentes y le dio el negocio en arriendo durante dos meses. Era un trabajo muy agotador, pero de la mente de José no se borraban las dificultades creadas por él mismo...

Empezó a entender que los insultos y desprecios pueden tener el mismo valor que la alabanzas y las amabilidades. La diferencia la pone quien los recibe y valora, ofendiéndose o ufanándose con ellas, y no quien las profiere.

Helí se lo había dicho a su manera:

— "Si usted le para bolas a la gente, termina loco".

Posteriormente, tomó en arriendo la Panadería Santa Paula de Nelson Alquichire y durante dieciocho meses continuos, trabajando veinte horas diarias, sólo tomó un día de asueto: el viernes santo.

Lo ahorrado allí, sumado a un préstamo que consiguió, le sirvió para que Alejandro Duarte Rueda le arrendara La Favorita, una de las tiendas más prósperas del centro de Barranquilla.

El día que recibió el negocio, se puso a limpiar paredes, pisos y el cielo raso. Estaba concentrado en su labor cuando llegó Elías, hermano de Alejandro, acompañado de varios familiares y amigos a quienes quería mostrar la vieja casona donde había transcurrido su infancia.

Entre los visitantes venía Buenaventura Guarín, la persona que, por vergüenza, menos quería volver a ver. A penas se percató de su presencia, José intentó mantener su rostro oculto, pero fue tan obvia su intención de disimular, que despertó la curiosidad de Don Ventura, quien se le acercó y al ver el rostro del joven lo sorprendió preguntándole con ironía:

— Ole! ¿Por usted no fue que casi me toca vender la tienda para pagar las prestaciones por el tiempo que estuvo trabajando conmigo?

Por fortuna ya todos iban saliendo y no hubo necesidad de dar mayores explicaciones. Desde ese momento sintió que su espíritu se ponía en paz con el mundo. La vida le estaba enseñando a ser más humano, pero también a ser más responsable de sus actos, porque ellos producen efectos que nunca se pueden adivinar anticipadamente.

Habiendo aprendido a merecerse a sí mismo, empezó a recibir el apoyo de las personas que le rodeaban. Por sus esfuerzos y aplomo adquirido, Helí lo aceptó como su socio. Era el inicio para José Becerra como empresario.

Su vida personal también se asentó cuando conoció, años después a quien hoy es su esposa, Amparo Rueda Vecino, quien le ha dado la más grande alegría de vivir representada en Vanessa Carolina, una hermosa criatura que ha despertado en él la razón de sus nuevos ideales.

Hoy, disfrutando de la tranquilidad de un presente pletórico, lejos de las angustias de un incierto futuro, José reconoce que su vida cambió cuando evolucionó en su manera de pensar.

Porque el mundo ha tasado un tiempo para nacer, un tiempo para jugar, un tiempo par trabajar y un tiempo para morir. Quien no acate tal cronograma corre el riesgo de fracasar. Aquellos anhelos de volver al pueblo cuando se sentía derrotado, hoy los satisface constantemente, aunque no siempre de cuerpo presente, ayudando a solucionar problemas de la comunidad a través del "Comité Amigos de La Fuente", a cuya presidencia llegó motivado por su deseo de servir y procurarle un mejor vivir a quienes padecen necesidades apremiantes.

 

(…)

 

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