Estas simpáticas historias las tomé de un viejo libro de Selecciones, por allá de la década de los 40, que gustosamente deseo compartir con ustedes, mis queridos lectores de CORREveDILE.
Autor: Archivald Rutledge
El heroismo con que las madres de la selva cuidan a sus hijos, muchas veces se salen del límite a que han llegado muchas de nuestras madres terrenales, que lamentablemente terminan por protegerse ellas mismas sin contar para nada con sus pequeños; en cambio las madres de la selva, lean muy bien lo que hacen por salvarlos de los peligros, asi sean supuestos.
Hermosa historia de amor maternal que admiré en la selva cercana a Carolina del Sur; en las grandes invernadas, cuando el río Santee, se vuelca sobre la selva se puede admirar el heroísmo desplegado por una de las madres más feas, pero más abnegada que se han visto en la jungla.
Se trata de la puerca cimarrona. Se hallaba refugiada en un leño, balsa salvadora a la cual la había lanzado la fuerza de la corriente contra las ramas de una encina.
En torno de ella había nueve lechoncillos medrosos y alborotadores, que parecían adivinar lo que la madre, por obra de su experiencia, sabía de sobra, o sea, que ese leño que por el momento les deparaba transitorio refugio, no tardaría en verse arrebatado por la encrespada y furiosa creciente.
La madre no hubiera tenido ninguna dificultad para salvarse. Pero, ¿cómo luchar por la propia vida dejando atrás a sus nueve hijitos?.
A cosa de un kilómetro de distancia, había un terreno alto, islote propicio que no alcanzarían a cubrir las aguas. Desde su inseguro refugio, la madre dirigía a él la mirada, como calculando los peligros que era menester afrontar al trasladarse allí con sus lechoncillos. Por fin, fue empujándolos suavemente, hasta dejarlos apiñados en la parte más seca del leño donde se encontraba, y se lanzó al agua.
Cuando se encontró en medio de la corriente, nadó durante unos minutos a la vista de las crías, seguramente para demostrarles que no era mayor la dificultad que había en hacerlo, y luego se encaramó en el leño.
Contemplando el espectáculo, advertí que, gruñéndole a los lechoncillos amorosamente, como tratando de aconsejarlos, iba indicándoles, con gran cautela, que se echasen al agua.
Logrado esto, y no sin cerciorarse de que toda su familia permanecía muy pegada a ella, empezó a nadar hacia el islote, llegando allí con toda su camada y luego, después de mirarlos a todos los saludó con algo parecido a un beso y los lamió amorosamente.
En otra ocasión, las huellas que encontré en el claro por dónde seguí el rastro de una gama y su cervatillo, fueron para mi testimonio vívido, aunque mudo, de la hazaña a que había impulsado el amor maternal a una de las criaturas más tímidas de la selva.
La gama se había encontrado, ¡lo estaba viendo!, con una serpiente mocasín, para la cual hubiera sido presa segura el infeliz e inocente cervato. Retrocediendo prontamente con él, a fin de ponerlo a salvo del alcance del temible reptil, la asustada madre, juntando y apretando las afiladas pezuñas, se abalanzó sobre la mocasín, y saltando repetidas veces sobre ella, sin reparar en el peligro a que se exponía, no paró de chuzarla hasta hacerla volver trizas.-
Diversa fue la escena a que sirvieron de telón de fondo, digámoslo así, las aguas de un rio pantanoso sobre las cuales proyectaban los árboles a la caída sol “la móvil sombra que a soñar convida”.
En la rama más alta de uno de ellos, un arce rojo, había una ardillita mordisqueando su cena, a cosa de diez metros del nido desde donde la madre la vigilaba. De repente, una lechuza, desprendiéndose de un ciprés vecino, se precipitó sobre la indefensa ardillita.
La madre lanzó estridente chillido y en oyéndolo, su inocente cría, ejecutando rapidísimo movimiento, quedó suspendida, lo mismo que un acróbata del trapecio, con el cuerpo colgando hacia abajo.
La lechuza pasó como un bólido, sin haber podido agarrar la víctima que así se le escapaba; y, cuando volvió a la carga, la no alcanzada presa se encontraba ya muy cerca de su madre, cuya vigilancia le había salvado la vida.
Todos sabemos que los felinos viven en estado salvaje, y lo mismo que los gatos domésticos, cogen a sus cachorros con la boca y los llevan así de un lugar a otro. En la selva, yo he visto a un pájaro hacer cosa semejante con sus polluelos.
Habiendo tropezado en una de mis excursiones con el nido en que una chochaperdiz empollaba a sus cinco huevos, volví con frecuencias, y cuidando siempre de mantenerme a prudente y respetuosa distancia, para no alarmar a la celosa madre, a observar cómo adelantaba la cría. Una mañana, por mirar más atentamente a los polluelos, cometí la imprudencia de acercarme al nido más que de costumbre.
Allí fue el sobresaltarse la madre y cogiéndolos uno por uno del pico los fue sacando de allí a toda prisa, lejos de indiscretas, y para ella, peligrosas miradas.
En las costumbres de la fauna montaraz, toca al macho cazar, pelear, vagar ocioso o reposar a su gusto, mientras que la hembra, más industriosa y menos egoísta que su consorte, se ocupa en inculcarles a sus hijos aquella obediencia instantánea que les es indispensable para la propia conservación, en tanto no sepan valerse por sí mismos. Cierto día, cuando iba yo cruzando un potrero, oí que una codorniz daba rápidamente la señal de alarma. Mirando alrededor, no tardé en verla.
Con sublime instinto maternal, deseosa de atraer a ella el peligro a que, según ella, se hallaban expuestos sus hijitos, se esforzaba en llamar mi atención, al huir, sin ocultarse y fingiendo estar herida.
Observé luego a la familia de esta ejemplar mamá. Todos y cada uno de los polluelos que trataban, cuanto podían, de esconderse a fin de que no los viera el “enemigo” de cuya presencia seguía advirtiéndoles, con insistente y aguda voz, la codorniz.
Unos se agachaban cuanto podían debajo de una gran mata de margaritas; dos de ellos, apoyados al diminuto abanico de las ramas en la grama, se escondían allí, sentaditos, muy abiertos los brillantes ojuelos, sin mover ni una pluma, como si estuvieran muertos.
Agachándome cogí uno de ellos, y cuando lo puse en la palma de la mano, apretóse contra ella como pudo, tratando vanamente de esconderse. Durante unos minutos permanecí observándolos a él y a los demás.
Ninguno se movía; obediente a la voz de su madre, que no cesaba de advertirles que corrían peligro si se movían, continuaban como cadáveres. Y así habrían permanecido quien sabe hasta cuándo, estoy seguro de ello, si yo, deseoso de poner término al mal rato que le estaba haciendo pasar a la inocente avecilla con mi presencia, no me hubiera alejado de aquel lugar, después de haberle devuelto la libertad a mi prisionero.
Los pavipollos monteses no pueden volar sino al mes de nacidos. Desde que salen del cascarón, hasta ese día, la pava anda con ellos, sin perderlos de vista un solo instante. Una tarde del mes de mayo paseaba yo por la selva, el sol ya próximo a ocultarse, doraba aún las copas de los árboles e iba cediéndoles a las crecientes sombras el resto de la espesura.
Al acercarme a un ocozal, desde lo alto de ese árbol llegaron a mis oídos balbuceantes murmullos; acortando el paso y acercándome con cautela, vi que procedían de una pava montés y sus polluelos, a los cuales estaba ella tratando de enseñarles a subirse a las ramas donde debían pasar la noche.
Todos los pavipollos, menos tres, que aun permanecían en el suelo con la madre, se habían encaramado ya; unos en ramas casi pegados del suelo, otros en las de unas matas, y ninguno de modo conveniente, pues, aparte de no quedar lo bastante altos, no podían sostenerse muy bien en donde se hallaban.
Esto último era causa de que, al sentirse inseguros, mirasen a la madre como pidiendo consejo y ayuda. Por fin, uno de ellos, aleteando afanosamente, cayó al suelo. Entonces la madre, después de alentar a los más temerosos, voló a una rama elevada, desde la cual empezó a llamarlos a todos.
De los que estaban en el suelo, uno se lanzó valientemente hasta lo más alto de un matorral, y pasó luego a la rama donde su madre lo aguardaba; los restantes con relativa presteza, pero tambaleándose fueron volando hacia donde ella se encontraba.
Una vez así subidos los 10 polluelos comenzaron a apiñarse unos contra otros, procurando cada cual ser el que quedase más cerca de la pava. No siendo esto posible, extendió ella ambas alas cubriéndolos a todos, mientras sus ojos se clavaban en los míos.
“He aquí –me dije al ver este cuadro- un ejemplo patente, sea cual fuere la criatura, de cómo los animales nos dan el más alto ejemplo de amor y de valentía, en la defensa de sus hijos.
Quien franquee, con curioso intento a la vez que comprensivo, el linde que separa al hombre del mundo de los animales, será testigo de escenas en las cuales alentará la intrepidez, la abnegación y la ternura.
Más, entre todas ellas, ninguna le causará emoción tan viva como las que le ofrecerán, al cuidar de sus pequeñuelos con solicitud y heroísmo conmovedores, las ariscas madres de la selva.
(revista Selecciones)