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El premio que recibió por perdonar

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Me habían educado en la tradición estricta de que toda cosa mal hecha merecía el castigo correspondiente. La justicia era eso, “ojo por ojo, diente por diente”.

En 1921, recién terminada mi carrera, me nombraron medico del hospital de un desapacible y aislado distrito de Northumberland. Poco tiempo después de mi llegada, una noche de invierno, ingresó al hospital un caso de difteria; era un chico de apenas cinco años, en tan desesperado riesgo de asfixia que su única posibilidad de salvación era hacerle, sin pérdida de tiempo, una traqueotomía.

Pedir perdónEn mi lamentable inexperiencia, nunca había practicado esta operación, tan sencilla, como decisiva. Cuando vi a la anciana monja y a la única enfermera colocar al jadeante chiquillo en la iluminada mesa de operaciones, me sentí tembloroso, jadeante, enfermo.

Comencé a operar: nerviosamente, hice una incisión en aquella garganta congestionada. A medida que avanzaba, a tientas, consciente de mi propia incompetencia, iba tomando la resolución de salir adelante, de salvar aquella pequeña vida que se extinguía lentamente.

Por fin, mis empañados ojos distinguieron claramente la tráquea. Escindí y una corriente de aire llenó el angustiado pecho del pequeño. Los torturados pulmones se ensancharon una y otra vez.

Una nueva fuerza inundó el exhausto cuerpecillo. A ser posible, yo hubiera exteriorizado mi alivio a gritos. Rápido, deslicé el tubo de traqueotomía, completé las suturas y coloqué al chico cómodamente en su lecho. Me retiré a mi habitación, ebrio de júbilo por el éxito alcanzado

Cuatro horas después, como a las dos de la mañana, me despertó un alocado repicar en la puerta de mi cuarto; era la joven enfermera; se había quedado dormida junto al lecho del enfermito y a desperrar encontró obstruido el tubo. Con una palidez cadavérica y presa del histerismo agudo tartamudeaba.

— “Doctor, acuda pronto, por favor”-

En lugar de seguir obedientemente las instrucciones y limpiar de membranas el tubo, tarea rutinaria para una enfermera, había perdido la cabeza e incurrido en la imperdonable falta de dejar que el miedo se apoderase de ella. Me levanté de inmediato y cuando llegué, el niño había muerto; todo lo que intentamos fue inútil.

Me abrumó el sentimiento de aquella innecesaria y culpable pérdida de una vida humana. Lo peor era que no se me quitaba del pensamiento que la negligencia estúpida de una enfermera asustada había anulado mi triunfo.

Estaba muy irritado, colérico, fuera de mí. Desde luego, la enfermera podía dar por terminada su carrera. Ella sabía que yo informaría a la Junta Provincial de Sanidad, la despedirían del hospital y causaría la baja en el cuerpo a que pertenecía.

Aquella misma noche, mojé la pluma en vitriolo y escribí el informe. La mandé llamar y se lo leí con voz vibrante de indignación. La muchacha me escuchó en lastimero silencio; era una chica aldeana, de unos diecinueve años; frente a mí se hallaba como aislada, y sufría con un terrible temblor en todo el cuerpo; anémica y desnutrida, le faltó poco para desvanecerse de vergüenza y de dolor; una profunda tristeza la invadía por completo.

Su incapacidad para alegar una escusa me hizo prorrumpir en esta exclamación, casi un grito:

— “¡Pero!, ¿no tiene usted nada qué decir?

Con profundo desaliento meneó la cabeza, y tartamudeando me dijo:

— “Doctor, perdóname por esta vez.., no volverá a suceder.., se lo aseguro”.

Me negué, no me cabía la idea en la cabeza; mi obsesión era que pagase por lo que había hecho; en su presencia, firmé y sellé el informe; luego la miré y la despedí secamente.

Pasé la noche en una extraña turbación; la frase “perdóname por esta vez., no volverá a suceder..”, me atormentaba; una voz interior me susurraba que mi justicia, y toda la justicia, era simplemente un deseo de venganza; con rabia conmigo mismo deseché tamaña tontería; yo debía vengarme, hacer que pagara por la primera muerte que me había ocurrido.

Sin embargo, y sin saber por qué lo hacía, a la mañana siguiente fui al casillero de la correspondencia, recogí el informe y lo rompí.

Han pasado veinte años; la enfermera que cometió aquel fatal error, hoy es la matrona del mayor asilo infantil de Gales. Su carrera ha sido un modelo de servicio y devoción. Un día recibí una fotografía de una mujer madura, rodeada de niños, en un refugio de niños huérfanos de las bombas aéreas.

Ella parece agotada, rendida; pero los ojos infantiles que la miran, están llenos de confianza y amor. Al reverso de la fotografía había solo una palabra, “Gracias” y la firma de la médica.

“Señor, perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos”. Esta sencilla oración es difícil de practicar, pero cuando lo hacemos ofrece compensaciones, aún en esta vida.

(A.J. Cronin, Revista Selecciones)

 

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