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Mujeres de Zapatoca protagonistas de la independencia de Colombia (Parte II)

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Antonia Santos Plata

En esta constelación de heroínas santandereanas, es la pinchotana Antonia Santos Plata la que ocupa el primer lugar; nació en 1782 y fueron sus padres Pedro Santos Meneses y María Petronila Plata. Cuando subió al patíbulo, en julio de 1819, tenía 37 años de edad.

Antonia Santos PlataDe acuerdo a lo comentado en las Crónicas, se dice que Antonia era una mujer esbelta y atractiva, estatura muy alta, su piel de un blanco aperlado, cabello negro azabache, como igual eran sus ojos, que tenían una mirada altiva y desafiante.

En su tierra, como igual en el Socorro y en toda la provincia, gozaba de muy buena reputación, como también muy conocida por su acendrado amor a la libertad. Desde muy joven fue la directriz de su familia y la administradora de sus bienes.

En unión con sus hermanos, Antonia fue la organizadora de la guerrilla de Coromoro, razón por la cual se llamó “La guerrilla de los Santos”. En ella invirtió considerables sumas de dinero para adquirir armamento, cabalgaduras y pertrechos apoyando así al ejército libertador, que ya pisaba tierras boyacenses.

La hacienda de la familia Santos, denominada El Hatillo, prácticamente era el cuartel general de la guerrilla, pues allí tenía su centro de operaciones. Al tener conocimiento de la proximidad del ejército patriota, la guerrilla se dividió en dos grupos. El primero marchó a unirse con las tropas de Bolívar y el segundo se situó en Los Arrayanes, al acecho de una oportunidad para emboscar las tropas realistas.

Entre tanto, Lucas González, quien se había posesionado de la gobernación del Socorro, en reemplazo de Fominaya, no ocultaba su preocupación por los continuos éxitos de los guerrilleros. Fominaya conocía las actividades de Antonia Santos Plata, pero el Coronel español se cuidó de hacerla prisionera, porque conocía muy bien de su ascendiente en el pueblo y temía que, al encarcelarla, se produjera un peligroso levantamiento.

Lucas González, por el contrario, era de otro parecer y para el efecto se valió de un traidor, - de los que nunca faltan en los rebaños del Señor-, el socorrano Pedro Agustín Vargas, quien cumpliendo órdenes al frente de un destacamento de soldados, hizo prisionera a Antonia en El Hatillo, el 12 de julio de 1819, y la condujo al Socorro.

El oficial realista vaciló en lo que debía hacer con ella, y pidió instrucciones al Virrey Sámano. Éste, a vuelta de posta, le contestó diciéndole que “todo hombre o mujer que haya prestado auxilio a los enemigos, justificado por lo hecho voluntariamente, sin intervenir la fuerza, serán castigados con el último suplicio”.

Con tal autorización, González inició el juicio, durante el cual la pinchotana, no sólo no desfalleció un instante, sino que con firmeza y altivez declaró ser patriota, haciendo énfasis en su odio a los gobernantes extranjeros y pregonando que luchaba por la causa de la libertad de su patria.

La ciudad del Socorro conserva con veneración la vieja casona donde Antonia pasó las horas que antecedieron a su sacrificio. El calabozo fue un cuarto pequeño, situado, según la tradición, en la parte izquierda de la hoy denominada Casa de la Cultura, frente al patio central.

Con la heroína había caído igualmente su sobrina Helena Santos, de 16 años de edad, quien alcanzó a acompañarla durante algunas horas en la prisión, después fue puesta en libertad por las autoridades realistas. La joven se trasladó a Charalá, donde, pocos días después y como lo veremos posteriormente, le aguardaba una muerte inhumana.

El juicio de Antonia fue breve, como se acostumbraba en aquellos días y la sentencia de muerte se cumplió en la mañana del 28 de julio de 1819. Con el espectacular ceremonial que se usaba entonces, la prisionera fue llevada en medio de la escolta, mientras las campanas doblaban y el fraile que la había confesado el día anterior, el capuchino Serafín de Caudete, realista fanático, en gangoso latín rezaba las preces de los difuntos.

Ella andaba con paso tranquilo y ademán sereno. Las pocas gentes que la veían pasar, algunas ocultas tras las rejas de las ventanas y otras en pequeños grupos desde las esquinas, esquivaban la altiva mirada de la valerosa mujer, conteniendo un gesto, mezcla de tristeza, de odio y de rencor hacia los españoles.

Antonia iba vestida con una traje negro –dice la crónica- y llevaba al cuello un pequeño relicario en oro. Al pasar frente a los corrillos silenciosos, se encontraron sus ojos con los de algunas personas conocidas, y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.

El cortejo llegó al sitio donde estaba el banquillo. Puesta en él y antes de ser atada, ella misma se anudó su amplia falda en la parte inferior de sus pantorrillas y rechazó la venda con que los soldados pretendían enceguecer su mirada altiva y desafiante.

Erguida frente a la escuadra, llamó a su hermano Santiago, el cual pálido como ella misma, presenciaba el tremendo drama, y le hizo entrega de un anillo con esmeralda que portaba, para que se lo entregara al jefe de la escolta, a cambio de que le disparaba directo al corazón, a fin de no sufrir la desfiguración de su rostro.

La Gloria tocó sus dianas victoriosas, mientras la vida de Antonio Santos Plata se apagaba con el eco sordo de los fusiles, al grito de ¡Viva la Patria!.

A continuación cayeron fusilados igualmente sus compañeros de guerrilla Isidro Bravo, Pascual Guerrero y su esclavo personal, Juan Nepomuceno.

(Norberto Serrano Gómez - Manuel Menéndez Ordoñez)

 

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