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El saqueo de Nankin: El peor genocidio de la historia

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John Maloney, norteamericano que llevaba 20 años en China, presenció lo que él mismo cuenta

Chiang Kai ShekLa ocupación de Nankín por el ejército japonés dio origen a una de las más espeluznantes matanzas de que se tenga conocimiento en la historia contemporánea; entre hombres, mujeres y niños, perecieron asesinadas unas veinticinco mil personas; por las calles de Nankín corrió la sangre por cuatro largas semanas.

Los militares japoneses prohibieron que se publicase una sola línea sobre tales asesinatos y para tal fin, cortaron las comunicaciones con el resto del mundo. Los corresponsales fueron obligados a marcharse.

En públicos avisos, los japoneses habían aconsejado la evacuación, y la mayor parte de los extranjeros se marcharon de la ciudad; los que permanecieron en Nankín lo hicieron conociendo perfectamente el porvenir que les esperaba; su deber estaba allí, entre aquellos chinos con los cuales habían trabajado en días de paz.

Valiéndose de la radio y de emisarios pudieron llegar a un acuerdo con los jefes de la milicia japonesa para establecer una zona internacional de refugiados. Dentro de esa zona quedaban el colegio Ginling, sostenido por norteamericanos, y la Universidad de Nankín; allí se almacenaba arroz y harina y se organizó un cuerpo de 450 policías chinos para mantener el orden.

Durante el asedio a la ciudad no se produjo un solo caso de saqueo o daños a la propiedad nacional o extranjera; los soldados chinos pagaban por todo lo que adquirían y respetaban los derechos de los civiles.

El 12 de diciembre de 1937, al retirarse las fuerzas defensoras chinas, sobrevino el pánico; a lo largo de cinco kilómetros de una amplia avenida que desemboca a una de las puertas de la ciudad por el lado del Río Azul, estaba atestada de soldados, de refugiados civiles y de material de guerra; en medio de esa masa, prendieron fuego a un camión de municiones, y estalló, alcanzando la conflagración a víveres, carretas y automóviles; empujados por la multitud, centenares de personas cayeron en la rugiente hoguera.

Al tiempo, aviones japoneses, en vuelo rasante y haciendo funcionar sus ametralladoras a toda velocidad, acribillaron a su antojo a civiles y soldados; para los niños, enfermos y los ancianos no hubo salvación posible.

Al día siguiente tuve que subirme sobre montañas de muertos para ver la desoladora perspectiva que ofrecía la doble fila de ruinas humeantes en lo que había una avenida colosal; por doquiera se veían cuerpos carbonizados, y, en muchos sitios los cadáveres estaban amontonados en pilas de seis y ocho.

Así acabó el pacífico y bien organizado gobierno de que los chinos venían disfrutando en Nankín; nosotros, cándidamente, habíamos confiado en el tenor de los avisos japoneses: “Permaneced en vuestras casas; vuestros amigos japoneses desean ayudaros a restablecer y conservar la paz”, decían esas engañosas hojas; en lugar de eso, para los indefensos residentes chinos habían comenzado cuatro semanas de infernal sevicia.

Cuando los japoneses estaban ingresando a la ciudad, salimos a su encuentro, recordándoles lo convenido sobre la Zona Internacional, y recibiendo la formal promesa de que perdonarían la vida a los soldados chinos que entregaran sus fusiles en la Zona.

Esta noticia cundió rápidamente por la ciudad, y pronto todos nos encontramos atareados en desarmar a las legiones de hombres y muchachos que se acogieron a la protección de la Zona; algunos se resistían a entregar las armas, cediendo solo a fuerza de promesas y garantías de nuestra parte. ¡Cómo habríamos de arrepentirnos después!.

En el barrio de los edificios oficiales, presencié cómo los japoneses tumbaban a los civiles que huían al acercarse los invasores; todo el que echara a correr era tumbado a balazos, siendo muchos los que despacharon al otro mundo en esta modalidad; se divertían en gran manera por la cara de terror que mostraban estas inocentes víctimas; aquello daba la impresión de una sangrienta orgia de endemoniados.

Mujeres violadas en NankinA las mujeres chinas las acosaban persiguiéndolas hasta el interior de sus propias casas, en donde eran sometidas a terribles torturas, después de haber sido violentadas sexualmente; no respetaban en su lascivia desenfrenada, ni a las ancianas, ni a las niñas aun de pequeña edad; la soldadesca abusaba de ellas en pleno día y en plena calle; a muchas las mutilaron de manera increíblemente salvaje.

Del interior de las casas chinas, a través de las puertas fuertemente aseguradas, llegaban hasta nosotros los gritos lastimeros de aquellas inocentes criaturas.

El primer día conseguimos impedir el acceso de las patrullas japoneses a la Zona; pero, en la noche siguiente, un grupo nutrido de nipones forzó la entrada y empezó a reclutar a todos los hombres y muchachos que creían aptos para tomar las armas; en la redada cayeron muchos civiles y sólo unos cuantos soldados; los invasores ataron a esos prisioneros codo con codo, en grupos de 40 ó 50, y se los llevaron de la Zona; diez minutos después, oímos el rápido tableteo de las ametralladoras, que segaban la vida de muchachos estudiantes, en unión de los cuales habíamos trabajado durante muchos años.

El 16 de diciembre se desbordó la fangosa ola de lujuria: en camiones del ejército, mas de cien mujeres fueron sacadas de la Zona; otras, apenas divisaban un japonés, escapaban aterrorizadas a lo largo de las oscuras calles, lanzándose a través de cualquier puerta, buscando amparo.

Para evitar que corrieran la misma afrentosa suerte, en un edificio abandonado albergamos a cinco mil mujeres; ese mismo día, aprehendieron a cincuenta de nuestros policías, los sacaron de la Zona y los fusilaron. Cuando un norteamericano se atrevía a protestar, los soldados lo sujetaban para que un oficial lo abofeteara a mansalva.

Dos días después, las llamas rugían por toda la ciudad, y los soldados japoneses amenazaban con incendiar lo que quedaba en pie, después de dar muerte a los habitantes.

A los refugiados de nuestro campamento les robaron cuanto poseían: colchones, sabanas, combustible, llegando los soldados al cinismo de arrebatarles los puñados de arroz que ser llevaban a la boca; la respuesta fulminante de toda queja, era el fusilamiento.

Intentamos apelar al mando superior, pero fue inútil; el jefe de más alta graduación que pudimos ver fue un cabo, que ni siquiera hablaba inglés; los funcionarios de la Embajada japonesa prometieron el 19 de diciembre que el orden se restablecería en forma inmediata, y en prenda de ello, en las propiedades extranjeras fijaron cartelones de solemne aspecto; pero los soldados japoneses, ebrios de locura incontenible, sin demora arrancaron los aparatosos edictos y siguieron entregados a la feroz carnicería; tanto las casas chinas, como las residencias de los extranjeros fueron invadidas, lo menos diez veces en el transcurso del día, por gavillas de facinerosos; y, ante nuestros asombrados ojos, esos forajidos arrancaron las banderas de los EE. UU izadas en las propiedades norteamericanas y después de ultrajarlas limpiándose ellos sus traseros, las volvieron pedazos.

Por todas partes se veían cuerpos tumefactos, los perros andaban hociqueando uno a uno los cadáveres; el hedor era insoportable; cuando las brigadas de saneamiento de la Cruz Roja China intentaron recoger los cadáveres, los soldados nipones les arrebataron los ataúdes de madera para alimentar con ellos sus hogueras; docenas de trabajadores de la Cruz Roja fueron asesinados, cayendo sus cuerpos sin vida sobre los mismos cadáveres que intentaban sepultar.

El 20 de diciembre hicimos otra desesperada apelación a la Embajada japonesa; un agregado nos dio una absurda información: que por la noche, llegarían a la ciudad 17 policías civiles, que con toda seguridad restablecerían el orden. ¡Diecisiete policías contra 50.000 soldados asesinos, saqueadores y enloquecidos!

Hileras de cadáveres en NankinEl día de Navidad, toda la Vía Taipín, la calle comercial más importante de la ciudad, estaba envuelta en llamas; caminado bajo una lluvia de cenizas y sobre rescoldo de incendios y cuerpos carbonizados, vi cómo los japoneses, tea en mano, prendían fuego a edificios que habían saqueado previamente, llevándose en camiones el producto el saqueo.

Esa noche llegaron a la Zona Internacional algunos agentes de la policía militar japonesa para custodiar los edificios de la Zona; pero, esos agentes muy pronto encontraron sitios tentadores para descansar cómodamente y se echaron a dormir; a medianoche, un pelotón de marineros nipones saltó las alambradas, asesinó a un centinela chino y se llevó de la Zona tres muchachas de las que allí se encontraban refugiadas.

Cuarenta y tres de los cincuenta y cuatro mecánicos empleados en la planta eléctrica de la ciudad, perecieron asesinados en las primeras jornadas de terror; ese día de Navidad, las autoridades militares niponas vinieron a preguntarnos si sabíamos el paradero de tales mecánicos, pues deseaban restablecer el funcionamiento de la planta; tuvimos que decirles que habían muerto a manos de sus propios soldados.

Poco después de esa entrevista, llamaron a la puerta de mi oficina; afuera, dos culíes sostenían el cuerpo ennegrecido de un hombre que tenía tan quemados los ojos, las orejas y la nariz, que era imposible reconocerlo; lo habían encontrado, con otros 40 ó 50, atados en un haz informe.

Al parecer, los asesinos habían derramado sobre ellos varias latas de gasolina, hasta empaparles bien la ropa; entonces les aplicaron las teas. Este pobre hombre había escapado con vida, porque la suerte quiso que se hallara en un extremo de aquel racimo humano, adonde el fuego no alcanzó con toda su fuerza; a los pocos días trajeron a la Zona a otros dos hombres que habían sido torturados en la misma forma.

Aquella tarde también ingresaron al hospital de la Zona heridos de otra especie: se trataba de chinos que habían sido utilizados por los japoneses en ejercicios de esgrima de bayoneta; amarrados por parejas, espalda contra espalda, los obligaban a mantenerse quietos, mientras los instructores mostraban a los reclutas el punto exacto donde tenían qué clavar el arma, para que la acometida fuera más eficaz; muchos de aquellos “conejillos de Indias” fueron dejados por muertos y recogidos por otros chinos que los trajeron al hospital de la Zona; de éstos infelices murieron la mayor parte. Mientras las ejecuciones en masa seguían su curso, aeroplanos militares japoneses lanzaban, desde el aire, volantes que decían:

“Todos los buenos chinos que regresen a sus casas, recibirán víveres y ropa; los japoneses extendemos la mano amiga a todos los chinos que no hayan sido embaucados por esos monstruos que son los soldados de Chiang Kai Chek”; en esas hojas, y a todo color, aparecía un gallardo soldado japonés, sosteniendo en sus brazos a un chinito, a modo del Niño Jesús; al pie del dibujo, una madre china, se inclinaba llena de gratitud por unos saquillos de arroz que acababa de recibir; a tal punto llegó el cinismo de las autoridades japonesas,

Al otro día de esa lluvia de hojas, millares de refugiados, ciegamente convencidos de las “bondades” de los japoneses, abandonaron nuestros campamentos para regresar a sus destruidas casas; el número de atrocidades que se cometieron en la mañana siguiente, fue aterrador: ese día fueron muchas las mujeres violentadas, aun en presencia de sus pequeños hijitos, que gritaban de terror; personalmente, y terriblemente conmocionado, presencié asesinatos de niñas de pocos añitos, violentadas terriblemente primero y luego asesinadas a punta de bayoneta; sé de muchas familias que, encerradas en sus casas, perecieron quemadas vivas.

Por lo menos tres mil mujeres fueron atropelladas en esos días, antes que pudieran acogerse de nuevo a la protección de nuestra Zona.

El día de Año Nuevo, los jefes chinos de nuestros campamentos de refugiados recibieron la orden de acudir a la Embajada japonesa; allí les dieron la orden que, al día siguiente debía celebrarse en la ciudad un acto público y “espontaneo” de adhesión a los invasores; nadie podía resistirse; así se hizo; y los pobres refugiados chinos tuvieron que afanarse en hacer banderitas japonesas para tremolarlas con “entusiasmo” en el desfile.

El pueblo japonés”, explicaron los funcionarios de la Embajada, “se alegrará mucho al ver, en el cine, este cálido recibimiento a los soldados japoneses, por parte de los chinos”. El cinismo desvergonzado de los nipones no tenia limites.

La ola de asesinatos fue cediendo gradualmente; en el mes de marzo, una emisora de Tokio lanzó al mundo este mensaje:

- Los criminales autores de tantas muertes y de la destrucción de innumerables propiedades de Nankín, han sido capturados y ejecutados. Se ha comprobado que eran soldados desertores de las brigadas de Chiang Kai Chek; allí reina ahora la tranquilidad, y el Ejército japonés está dando de comer a 400.000 refugiados”.

Ojalá la historia puede desvelar con claridad los verdaderos alcances de la desvergüenza nipona al inculpar a los chinos, de lo que ellos mismos no pueden reconocer.

(Selecciones, 1942)

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