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Francisco Zea, precursor de los peculados en Colombia

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Nota personal

El tema que hoy les presento tiene mucho qué ver con la situación actual del país. Mucho han podido conocer los actuales padres de la Patria, del desenvolvimiento de este personaje, ingenuamente nombrado por el Libertador como Vicepresidente de Colombia, encargándole además hacer conocer el nuevo país en los ámbitos internacionales.

Corrupto como él solo, amante de aparecer ante los demás como lo que no es, dio un ejemplo palpable de cómo se puede disfrutar de los dineros ajenos, en este caso del erario público, sin conciencia, sin honor, sin escrúpulos.

Lamentablemente, como lo estamos viendo, esta historia triste y escandalosa, que comenzó en 1791, cuando el Virrey Ezpeleta le confió el estudio de sus hijos, y donde comenzó a tejer la red de sus marañas políticas para terminar con el desfalco descarado a los pocos dineros con que contaba entonces la naciente Republica  de Colombia, no es nueva para nosotros.

Hoy vemos cómo, estos nuevos  padres de la Patria, en su gran mayoría, porque afortunadamente no son todos,  están haciendo lo mismo con los dineros que los contribuyentes colombianos pagamos por nuestros impuestos y otras erogaciones, sin importarles ni un comino lo que hacen y de frente con todos sus hermanos, los ciudadanos de este hermoso país latinoamericano.

Cuando no usufructúan las arcas de los contribuyentes, de frente, como lo hizo el corrupto del Vicepresidente Zea, sí lo hacen con las jugosas tajadas que sacan por intermedio de los diferentes contratos. ¿O me equivoco? 

¡CÓMO APRENDEN DE LA HISTORIA!,¿verdad?. La conocen, pero únicamente para sacar de ella lo que les conviene a sus bolsillos. Lean su contenido y verán si  tengo, o no, la razón. (Carmen Pinilla Díaz)

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“En el primer libro de Historia Patria que leímos y aprendimos hace cuarenta años, nos encontramos con una figura que hubiera servido perfectamente como modelo a Francisco de Goya para una escena de aquelarre.

Una cabeza ojival, coronada por una melena lacia y afrancesada, unos ojos saltones de grillo, una nariz de bruja y unos labios delgados y hundidos dentro de una sonrisa cínica, del más fino corte volteriano.

Esa figura es la de don Francisco Antonio Hilarión Zea, digno precursor de los peculados que han opacado las páginas de nuestra historia republicana. 

Los datos biográficos lo señalan como un colombiano “de todo el maíz”, nacido de sangre española transfundida a los criollos que, luego, en el breñal antioqueño, hicieron nuestra independencia:

Nacido el 23 de noviembre de 1766, su infancia no tiene nada de extraordinario, pues transcurrió en la provincia, al lado de sus progenitores que, en vista de que el muchachito era inteligente, vivo y amigo de hacer declamaciones en la escuela, tuvieron la inocente idea de pensar en hacerlo sacerdote y con tal fin lo enviaron a Popayán, donde dio comienzo a sus estudios que pronto abandonó, pues su vocación no tenia olores de incensario, sino de apolillado aroma de códices y leyes. Quería ser abogado, profesión que le vendría como anillo al dedo para sus propósitos.

Francisco Antonio Hilarión ZeaEn 1786, con no poco sacrificio, sus padres lo remesaron con un peón de estribo que arriaba las mulas con las petacas, para que ingresara al Colegio de San Bartolomé: pronto el frustrado candidato a clérigo empezó a sacar sus afiladas uñas para los primeros arañazos al dinero ajeno.

El nuevo ambiente lo sedujo con sus atractivos. La ciudad con sus halagos le inflama el ego y los libros empezaron a quedarse abandonados en el cuarto de la pensión donde comía y dormía con otros compañeros.  

Comenzó por esgrimir las primeras lanzas románticas, demostrando fervorosa inclinación hacia el bello sexo, que aunque se le ofrecía bajo el abrigo de largas enaguas y hermosos pañolones, le brindaba las experiencias de un noviciado que fue el  preámbulo de su vida disipada y bastante libertina. 

Los escasos dineros que con sacrificio llegaban del hogar desaparecían en francachelas y comilonas y en regalos para sus devotas de ocasión; llegó  un momento en que le cortaron los suministros y Zea tuvo que pasar hambre y empeñar hasta los zapatos para medio subsistir.

Fue la única etapa difícil de su vida. El hombre tenía buena estrella y una capacidad de molusco para adaptarse a todas las superficies de las circunstancias. 

En 1791, el  Virrey Ezpeleta, tan ingenuo como el papá de Francisco Antonio, tuvo  a bien confiarle la educación de sus pequeños hijos. Lo único que explica tal determinación, es algo de erudición añadida a las dotes histriónicas del personaje, quien dueño de una extraordinaria facilidad de expresión, era capaz de colarse por cualquier agujero.

La docencia duró muy poco tiempo, porque el camaleónico joven, al mismo tiempo que enseñaba a los niños Ezpeleta a venerar a su Señor el Rey, se metió clandestinamente a republicano conspirador, formando parte de grupos que en las noches se reunían para fraguar movimientos subversivos contra las autoridades coloniales. 

Estas siguieron el rastro de las conjuras y cayó preso para ser remitido a Cádiz, acompañado de don Antonio Nariño. No duró mucho entre rejas y pronto quedaron libres los dos. Y aquí viene otro inexplicable capricho de la suerte de Zea:

Fue llamado por el Primer Ministro don Manuel de Godoy, quien lo nombró miembro de una comisión científica y lo envió a París. Dios los creó y ellos se juntaron: Zea y Godoy tenían las mismas idénticas aficiones a las mujeres. Godoy le ganó en calidad, porque fue capaz de hacerle florecer la cornamenta al propio Rey de España, lo cual no es ningún secreto. 

El criollo podía no ser un hombre muy ilustrado, pero tuvo que ser tremendamente audaz, cuando desarrolló una gama de actividades que sólo pueden explicarse como resultado de sus habilidades de intrigante. Fue Prefecto de  una importante ciudad de Andalucía y llegó a ser director, nada menos que del Jardín Botánico de Madrid y del Ministerio del Interior.

Cuando los vientos napoleónicos fueron propicios en la Península, tuvo el acierto de plegarse a favor de Pepe Botella, y sólo cuando éste fue sacado a punta de bayoneta y bala, se vio obligado a esconderse como una rata  acorralada.  

Para entonces ya estaba casado y, por cierto, muy bien casado. Lo  hizo en 1803, con  doña Felipa Meilhión y Montemayor, de origen francés. Parece que don Francisco Antonio no tuvo grata permanencia pues en forma un poco extraña, dejó a su esposa en Europa y regresó a América.

En Kingston se encontró con el Libertador Simón Bolívar, quien, en 1817 le  dio un cargo en el Tribunal de Secuestros y desde entonces se convirtió en un elemento indispensable para el Libertador, como redactor de importantes documentos, entre otros la Carta del Congreso de Angostura, que le valió la distinción, no imaginada, a ser designado por Bolívar como Vicepresidente de la República.

Fue, en esa ocasión, cuando Zea le extendió la partida de bautismo a la nueva nación, con su famoso grito en pleno recinto del Congreso: “!La República de Colombia queda constituida! ¡Viva la República de Colombia!”. Desde entonces, este ha sido un país de frases.

La malquerencia de los militares venezolanos al granadino, hizo que se viera precisado a renunciar al cargo, dedicándose a buscar el acercamiento con sus adversarios que los hicieron dimitir, lo cual logró, gracias a su verborragia convincente, a  su viscosidad adulatoria y a la elasticidad de su espinazo para hacer profundas reverencias.

En diciembre de 1819, después de concluida la campaña triunfal de Boyacá, Bolívar regresó a Angostura,  y fue entonces cuando el Cristo se le volvió de frente al habilidoso hijo del Valle de Aburrá.

Ya había adquirido suficientes conocimientos para manejar los hilos de un Congreso dúctil, pues allí había más charreteras que cerebros. Zea redacta informes, actas, mensajes, proclamas, y lentamente va tendiendo sus finas telarañas sobre las ramazones de la diplomacia, en la cual veía cercanas y sabrosas presas en la vida fácil y abundante dinero. 

Un cínico y corrupto funcionario diplomático

Retrato al Óleo de Francisco Antonio Hilarión ZeaA Zea le sonó la flauta, y no por casualidad, sino desplegando una fina atarraya de intrigas, con las cuales por fin logró que Bolívar lo nombrara agente en Washington y Europa de los intereses de la naciente Gran Colombia.

En forma por demás cínica se manifiesta “patrióticamente” dispuesto a sacrificarse y, al hacer aceptación del cargo, tiró el anzuelo al incipiente parlamento, para obtener una pensión con la cual esperaba, como lo dijo enternecido, amparar el futuro de su esposa y su familia, pues podía perecer en tan largo viaje a esos lejanos países.

Con candorosa emoción los congresistas cayeron en la trampa y con desprendimiento digno de los mejores bolsillos, le asignaron la suma de $50.000, a elección entre dinero efectivo o una propiedad, y le encimaron la pensión que correspondía a los Capitanes Generales del Ejército

Cabe recordar que la situación del país, ya en los finales de la prolongada guerra emancipadora, económicamente era muy grave y como se discutió en el Parlamento, la misión específica de Zea, en los Estados Unidos o en Europa era acudir al capital extranjero para contratar empréstitos.

Don Francisco Antonio Zea recordó los amargos tiempos de estudiante bartolino, cuando en la época de las vacas flacas, andaba con el desayuno en proyecto por las frías calles bogotanas. Había llegado el momento de planear un desquite a las duras y lejanas horas y de paso pagarse los “grandes servicios a la causa libertadora”.

El diplomático supo aprovechar muy bien el manirroto temperamento de Bolívar, quien nunca tuvo ambiciones de dinero, y con sus buenas dosis de someras frases e impregnadas de “ferviente amor a la República”, logró  -¡qué cosas tiene la suerte!- que le firmara, nada menos que cuatro poderes en blanco y debidamente protocolizados, para llevar a cabo la misión con la cual la balbuciente Gran Colombia aspiraba a tener un respiro en su incipiente economía. 

El señor Zea no viajó, ni nunca pensó en viajar a Washington. Sabía que la buena estrella brillaba, pero en Europa y se dispuso a embarcarse para Londres. Pero antes de hacerlo, organizó el equipo con el cual jugaría luego, con dados marcados, la suerte de la menesterosa República de Colombia.

Para ello se unió con su cuñado José Meilhon y con un General español, André Cortés Campomanes más aventurero que militar. Ya montada la terna, en junio de 1820, llegó a la capital británica y de inmediato se dispuso a mover los primeros hilos de la tramoya. 

Instalado con modesto lujo, lo primero que hizo fue sacar, a como fuera, al venezolano Luis López Méndez, quien, desde 1810 formó parte de la primera misión venezolana que fue a Europa a buscar refuerzos extranjeros para la causa libertadora, y de la cual fueron miembros entonces Simón Bolívar y Andrés Bello.

Desde esa época, Méndez figuraba como representante de los países bolivarianos, y como tal buscó forma de mantener esa posición. Zea le ganó de mano, publicando en un diario que él era el único encargado de esa representación, a lo cual el venezolano replicó en otro diario, defendiendo su viejo fuero para desalojar al intruso recién llegado.

La disputa la ganó el ladino antioqueño, y a regañadientes Méndez tuvo que abandonar el predio diplomático, no sin jurar, por mil cruces, sacarse el clavo en la primera oportunidad.                                                                       

Pero las cosas empezaron a cojear de ambos pies. A las primeras tentativas del gran “sablazo”, se encontró con la obstinada resistencia de los prestamistas. Todos ellos tenían mal concepto de los comisionados y menos tenían casi idea de lo que era la Gran Colombia, ni de lo que acababa de ocurrir en Suramérica. Como buenos judíos, eran tacaños y recelosos.

Por fin, el 1° de agosto de 1820, después de muchas tentativas y forcejeos, el comisionado encontró una puerta abierta: era la casa prestamista Herring Graham Powles. Allí entró a funcionar la primera de las cuatro cartas, firmadas en blanco que, sin pensar en las funestas consecuencias, extendió la confiada mano del Libertador.

La suma obtenida en préstamo fue muy apreciable: Quinientos cuarenta y siete mil setecientas cuarenta y tres libras esterlinas, cuya destinación era la de cubrir viejos empréstitos, adquirir equipos para continuar la campaña emancipadora y pagar sueldos atrasados a la oficialidad patriótica.

Pero Zea no descuidó descontarse y echarse al bolsillo y por la derecha, la significativa cantidad de 67.666 libras. El diplomático no fue tan veloz para comunicarse con el Gobierno colombiano, como lo fue para lograr el cuantioso préstamo.

Tranquilamente guardaba las cartas que le iban llegando, sin tomarse el más mínimo esfuerzo por responder, y lentamente comenzó a gastarse el dinero sin pensar, por un momento, que era para cumplir obligaciones perentorias en su país, al punto que Bolívar empezó a sentirse explicablemente inquieto, y preocupado por la actitud del diplomático, manifestó:

— “El señor Zea se la ha llevado cerca de $100.000, según informes de Roscio y hasta ahora no nos ha mandado más que consejos y pamplinas….

Cumplida felizmente esta etapa “económica”, Zea inició su misión de Embajador, tratando de obtener el reconocimiento por parte de España, de las nuevas repúblicas.

Así lo planteó ante el representante peninsular en Londres, el Duque de Frías, quien logró, a través de espías y veedores secretos darse cuenta de que el granadino no era un hombre de fiar, por lo cual dio largas al asunto, pese a las cartas zalameras de don Francisco Antonio, quien le sugirió la necesidad de confederar a España con sus antiguos súbditos recién emancipados, y hasta le tiró el anzuelo monarquista, expresándole la posibilidad de levantar un trono con un príncipe español, como soberano.

Tal vez el audaz representante de la Gran Colombia abrigó la secreta esperanza de que por ese medio insólito conseguiría un título nobiliario en la nueva aristocracia, que veía ya asomar en las brumas del futuro.

Su debilidad era pasarla muy bien, disfrutando una vida colmada de honores y fortunas y como remate, llamarse por ejemplo, el Conde o Duque de Aburrá. El tejemaneje se quedó en tablas, y mientras tanto, el Embajador granadino empezó a sentir el asedio de los cuantiosos intereses vencidos, sin tener dinero de dónde echar mano en tan seria emergencia. 

Fue entonces cuando se le apareció el hada madrina en la persona del comisionado Rafael Revenga, enviado por Bolívar para negociar el reconocimiento del gobierno peninsular, y quien autorizado por el Libertador, le asomó a Zea la posibilidad de salir de apuros, negociando una gran cantidad de barras de platino, guardadas en la Casa de la Moneda de Bogotá.  

Zea respiró otra vez hondo, viendo la posibilidad de poder aprovechar esta ocasión para morder otra buena tajada, y al efecto se relacionó con un químico, llamado Bollmann, quien, luego de escuchar las hábiles fantasías del proponente, aceptó recibir las barras en empeño y prestarle la suma de sesenta y seis mil libras.

Sobra decir que este dinero fue a parar directamente a los bolsillos del “diplomático”, sin pasar por las manos de su legítimo dueño. En eso de empeñar era muy hábil, desde muchacho, como se recuerda por lo que hizo de estudiante con sus ropas y libros, para conseguir comida y muchachas “generosas”.

Aparte de ser un soñador corrupto y ambicioso, no aspiraba sólo a enriquecerse personalmente. Tenía una virtud que debemos abonarle: amaba entrañablemente a su encopetada esposa, doña Felipa y su hija, Felipa Antonia, a quienes deseaba proporcionar una vida principesca, toda vez que ellas por igual, amaban el lujo y los perendengues aristocráticos, y andaban contagiadas de un vanidoso afán de figurar.

Como buen padre, don Francisco Antonio pretendía que su hija llegara a ser una dama de postín, que lograra casarse con un noble. De paso, el granadino llegaría así al ideal de una “dolce vita”, que tanto lo atraía.

Ese era su plan, y a costa del erario se dispuso a realizarlo. Para el efecto viajó a España, pero primero se detuvo en París, donde hizo construir una espléndida carroza adornada con cristales, cortinajes y penacho de vistosas plumas.

Contrató un equipo de lacayos y palafreneros, uniformados con ostentosas libreas que él mismo diseñó. Papá, mamá y la nena hicieron confeccionar trajes a la última moda y así equipados desfilaron por las calles del viejo Madrid, seguidos por las miradas curiosas de la gente, que no sabían de dónde procedía semejante grupo tan rumboso y engalanado.

Para algo tenían que servir las barras de platino de la Casa de la Moneda de la naciente República de Colombia.  

Poco tiempo duraron en la capital española; ni las gestiones diplomáticas ante la Corona tuvieron éxito, ni asomó por parte alguna el príncipe azul para la niña Felipita. Entonces decidieron volver a París, donde fijaron su residencia.

De  Londres no volvieron a acordarse, por no rememorar la cara de los prestamistas que andaban ya medio locos buscando a quién cobrarle los intereses de mora.

Ya en su vida rutinaria, la casa del señor Zea se hizo tertuliadero de algunos personajes de la sociedad parisiense, entre los cuales había “políticos lagartos”, así como gentes de valía, entre ellos el Barón de Humboldt.

También era frecuente la presencia de una mujer que fue bella y casquivana en su juventud, amante y prima del Libertador en los años verdes de su vida: Fanny de Villars.

En materia de fondos, la  dama andaba de capa caída, y recordando tal vez que algo le debía Bolívar, no sólo por sus favores juveniles y apasionados, sino por las cuantiosas sumas que su complaciente esposo le facilitó para remediar al manirroto primo de deudas contraídas en garitos y otros sitios poco recomendables, urdió habilidosamente la forma de comunicarse con su viejo amor, para solicitarle un préstamo. 

Pero la forma como le propuso a través de una carta, revela que no se trataba propiamente de obtener algún dinero, sino de inmiscuir al Libertador en las equívocas operaciones que venía realizando la familia Zea, con los dineros de Colombia.

La primera misiva, entre cosas decía:

— “…Si tenéis capital disponible, por qué no poner una parte a mi disposición, ya por el canal de Madame Zea, ya por otro? El fondo seguiría vuestro, y los intereses estarían a mi disposición por todo el tiempo que indicase. La especie de representación que este arreglo permitirá, redundará en pro de vuestro nombre…”.

Se puede apreciar la desvergüenza de esta proposición, a todas luces ofensiva para la dignidad de Bolívar, quien no la respondió, lo cual fue óbice para una nueva carta de Fanny, en la que le fijaba la cuantía de la suma solicitada, en doscientos mil francos, suma que “no será un esfuerzo por encima de vuestra grandeza actual….”. Naturalmente, la pedigüeña prima presentaba a Zea como mediador del préstamo. Tampoco esta indigna carta obtuvo respuesta, como era apenas lógico.

El matrimonio más costoso para el erario colombiano

No sobra decir que todo el boato, todos los cacareos sociales del matrimonio Zea-Meilhon giraban en torno al propósito de conseguirle un marido rico y noble a la joven Felipita.

Pero, para desventura de los tres, el ansiado consorte no aparecía por ninguna parte, no obstante la gran cantidad de dinero del tesoro colombiano despilfarrado en la promoción de la frustrada candidatura matrimonial.

Ante el fracaso de las gestiones, y en vista de que por lados de la empolvada aristocracia francesa no halló puertas abiertas a su propósito, don Francisco Antonio volvió los ojos a la pobretona democracia colombiana y urdió un luminoso plan.

Se trataba de algo que podía combinar dinero y posición social y política, para asegurar así, no sólo un futuro lleno de satisfacciones, sino el soñado objetivo de un enlace feliz y afortunado.

¿Cuál fue el candidato a yerno del señor Zea?

De la sorpresa, el amable lector se va quedar de una pieza; nada menos que el Hombre de las Leyes, el General Francisco de Paula Santander. “Ecce Homo- He aquí al hombre”. 

No importaba que Santander le hubiera tirado las orejas epistolarmente por no haber ido primero a Washington en cumplimiento de las órdenes del Gobierno. Zea pasó por alto este incidente, y, en su habitual estilo gongorino aprovechó tal coyuntura para responderle en los más elogiosos términos, con los cuales le echó humo a una explicación sobre su conducta oficial, y de una vez le tiró la capa al toro, haciéndole oferta de convertirse en su suegro.

En su respuesta al reclamo del General, el casamentero diplomático le decía a Santander que “me  complacería darle el nombre de hijo y miraría, como mi  mayor felicidad, dárselo por la ley, casándolo con mi hija”. 

No hay datos sobre la reacción del Vicepresidente de la Gran Colombia, si es que la hubo, a tan insólita oferta. En todo caso, Zea la reformó ponderando los encantos y la cultura de Felipa, quien ya para entonces era Philipine, y anunciándole que, en 1822, la enviaría con su madre a Bogotá, siempre y cuando le ayudara con ciertos negocios de un cuñado, que también  iría a la capital, para así poder sufragar los costos del viaje. 

La cosa se complicó, porque el tal cuñado, que tampoco era persona de fiar, le pidió a Santander dineros de los fondos del diplomático, a lo cual el General no accedió, echando así agua fría a los empeños de su improvisado “papá”, a quien no le escribió ya ni una carta más. Como lo podemos ver, Santander no era una persona que se dejara embaucar por avivatos. 

De todas maneras, Zea continuó en su empeño por casar (¿o vender?) a su hija con alguien grande y poderoso y al fin encontró la ambicionada. La joven Felipa o Philipine se casó al fin con el General francés, el Vizconde Alejandro Gauthier de Rigny, un personaje que ostentaba la apostura del militar, un apellido ruidoso y un título nobiliario, las tres “pergaminos” que deseaba el casamentero. 

En marzo de 1822 y en vista del acoso de los acreedores y la evaporación de los dineros ajenos, totalmente despilfarrados en la forma ya descrita, el corrupto del Zea echó mano de la tercera carta blanca firmada por el Libertador, y logró un nuevo empréstito de sus prisioneros económicos Harring Graham y Powles.

En esta oportunidad desfalcó al país  en  la escandalosa suma de dos millones de libras, y obtuvo  su suculento mordisco el aventurero español Cortés Campomanes, protegido de Zea. 

Lo que siguió después fue el más tremendo enredo para averiguar por el paradero del fresco caballero, a quien el Congreso de Cúcuta por fin le revocó los poderes de representante colombiano en Londres; no se le dio un pepino, aunque algo le dolió, porque el anuncio de tal determinación le llegó por medio de su viejo enemigo, el venezolano Luis López Méndez, quien lo hizo con la inmensa satisfacción de sacarse el oxidado clavo que tenia adentro.

Precisamente, en esos momentos, el pícaro de Zea se preparaba para tirar un nuevo sablazo por tres millones de libras esterlinas.

Por fin la suerte empezó a ser propicia con el País, cuando don Francisco Antonio Zea comenzó a sufrir una grave novedad estomacal, la cual lo llevó a la tumba el 22 de noviembre de 1822.

Colombia no vio ni un centavo de tales empréstitos; los acreedores no vieron ni medio centavo de tales deudas en la vida del prestatario, y la niña Felipa nunca pudo conocer la patria de su papá.

Colombia recibió, como un alivio, el fallecimiento del  hombre de los empréstitos. Bolívar dijo:

— “El señor Zea es la mayor calamidad de Colombia….Parece que los ingleses están decididos a encontrar legal el robo de los diez millones de pesos de Zea”.

Por su parte, Santander escribió lo siguiente:

— “Zea ha muerto en Londres y en estas circunstancias,  su muerte es el menor mal que puede sufrir la República”.

Finalmente el historiador José Manuel Restrepo, comentó:

— “Una deuda, originalmente de un millón quinientos mil pesos, la convirtió en otra de quince millones de pesos. De esta gran adición, nos ha enviado un millón y absolutamente el gobierno de Colombia ignora cuál fue el destino que le dio al restante”.

Lo curioso es que, muerto Francisco Antonio, esta familia sin escrúpulos no tuvo empacho en reclamarle al gobierno colombiano sueldos atrasados, recompensas decretadas, sumas por concepto de bienes nacionales y otras cantidades más que, si el caso hubiera ocurrido en la actualidad, se llamarían “primas, bonificaciones, prestaciones sociales e indemnizaciones”. Desde luego que el Estado dejó a los reclamantes con un palmo de narices y los crespos hechos.

Al dar término a esta cadena de desvergüenzas, cuyo epicentro fueron doña Felipa y la joven Felipita, dignos “hijos de su padre” nos costó trabajo encontrar un personaje con quién comparar al señor Zea. Al fin lo hallamos: su nombre, José Fouché, “el Genio Tenebroso”.

Como él, cursó sus estudios en un seminario, su vida es una serie ininterrumpida de traiciones, que se inicia con la del Virrey Ezpeleta, en Santafé, la de Carlos IV y Manuel de Godoy en Madrid, y la de su propia patria, en Londres.

Ambos fueron padres excelentes, que siempre miraron el bienestar de sus familias, que transitaron los dos por los torcidos caminos de la deshonestidad.          

Como epitafio sobre  la tumba de don Francisco Antonio Hilarión Zea, muerto con el estómago hinchado, pero vacío, se puede escribir lo que dice el viejo romance español: “Ya le comen…ya le comen…Por dos más pecado había”.  (Norberto Serrano Gómez, Manuel Menéndez Ordoñez).

 

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