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Los últimos suspiros del Coronel Camargo

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Autor: Jaime Lustgarten

Sentado en la buhardilla de la casa que perteneció a su bisabuelo, el coronel Camargo esgrimía pensamientos perdidos con la mezcolanza de palabrejas en un trabalenguas que recién había inventado, producto de su demencia senil.

Libraba la más difícil batalla de su vida al tener que renunciar al ejército por su edad de retiro forzoso. Las batallas que liberó durante décadas luchando contra los enemigos de la patria le forjaron su carácter heroico, ya que la milicia era su razón de ser y su verdadera vida.

Combatió con firmeza y temple de acero a los facinerosos como los llamaban en su época de conflictos irresolutos. En el ejercicio militar altivo decía que no entendía por qué se empecinaban los facinerosos en luchar contra el Estado de derecho.

Pero afirmaba que esas guerras injustificadas no le dejaron tantas amarguras como el tener que dimitir de su cargo en un momento de senectud inevitable, porque su orgullo castrense lo mantenía con vida.

En una de sus rabietas había dicho:

— ¡Esos bastardos son como quijotes luchando contra molinos de viento! ¡Estos cobardes no saben ni por qué pelean!

Su mente divagaba pero le advertía lo inútil que sería gastarse la vida de manera tan insensata. De modo que estaba perdiendo la razón y lo sabía, pero paradójicamente no perdía la cordura.

Se aferraba tanto a la vida como espécimen militar de la patria y conservaba bellos recuerdos de sus gestas a pesar que en el fondo de su corazón le perturbaban en lo más íntimo de su ser. Tal vez eran lo único que quedaba entre él y su creador.

El coronel estuvo muy inquieto cuando lo visité a su buhardilla de recuerdos seniles. Me habían advertido de sus malos ratos y rabietas permanentes. Pero se mostró cálido y jocoso cuando lo fui a saludar en el reverdecer primaveral, quizás porque la vecina contigua a su fuerte familiar lo había enloquecido de risa al recibir la noticia de que se había ganado un millonario quinto de lotería.

Ésta salió en pelotas al traspatio del inmueble del Coronel festejando con estridencia y ademanes, como una estrella de fútbol, voceando el número ganador:

— “once veintiséis, once veintiséis”, repetía y repetía, gritaba y gritaba mientras sus senos saltaban en el aire y caían como pera de voceador por efectos de la gravedad.

Él abrió sus ojos cristalinos y soltó una carcajada juvenil que colonizó sus recuerdos de batallas inútiles; luego le sobrevino una sonrisa acompañada de unos gestos que parecieron devolverle la salud perdida. Pero minutos después cambió de ánimo y dijo:

— “uno se mejora siempre para morir”.

Desde aquel altillo también podían verse los gajos de mango de rosa colgados entre las ramas centenarias del reverdecido patio vecino y otros que yacían pudriéndose en el suelo.

Éste era trasfondo de la pintura fresca que amalgamaba sus recuerdos de su vida finisecular que iba a desvanecerse en el carro de la eternidad, asimismo como nos acaecerá a todos algún día.

Mi visita era como una obligación financiera, ya que debemos cumplirle a los ancianos y enfermos, así como lo dice la ley de Dios promulgada en el Antiguo y Nuevo testamento. Como aves pasajeras aprendimos a volar y cuando dejamos de hacerlo nos resecamos como hojas y desaparecemos por siempre con los fugaces vientos que pasan y se olvidan, y caemos como los mangos del patio de la vecina que enloqueció de risa al Coronel con su desnudez festiva.

En la conciencia del coronel la guerra aún continuaba. No lo sé, y quizás era otra y distinta en su época senil. Ésta era su última batalla y la que no se gana nunca. En su piel petrificada como los dinosaurios tenía esquirlas de granada incrustadas, así como en su solemne cabeza como semillas de granadilla. Pero decidió seguir bregando. Esto era lo que lo mantenía con vida.

El enfermero que lo atendía me afirmó que un día lo escuchó decir: “preparan el pelotón de los soldados para la guerra pero nunca para después de ella”. En otra ocasión le dijo: “son tantos los hombres que mueren por la indiferencia como por las balas”,

Aún no se sabe exactamente cuándo murió el coronel ni cuántos años tenía. Pero sí fue aquel día que lo retiraron del servicio o cuando se dio cuenta que tenía afectada su conciencia con el insomnio de Matusalén. ¡Tal vez lo mejor que pudo pasarle es haber perdido la razón!

El día de su entierro aparecieron los que nunca fueron a visitarlo en vida. Una paloma blanca sorprendió a todos los presentes cuando sobrevoló el cementerio y se posó sobre su ataúd marcial.

Allí supe entonces que, y por fin, descansará en paz.

 

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