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Escándalos íntimos de la Campaña Libertadora

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El homenaje santafereño a los héroes de la campaña libertadora

El 18 de septiembre de 1819 se rindió en Santafé un homenaje a los libertadores, el cual incluía un desfile militar encabezado por los Generales, la coronación con laureles de oro a Bolívar y la entrega de una medalla conmemorativa, en oro y piedras preciosas para los oficiales y en plata para los suboficiales y soldados.

Las medallas tenían grabada una sola palabra: BOYACÁ; y fue precisamente el origen de la creación de la Orden de ese nombre, que con el correr del tiempo no siempre se ha conferido a héroes o grandes personajes.

Para cumplir el acto, se dispuso que las tropas que en esta solemne oportunidad estrenaban uniformes, botas y alpargatas, partieran de San Diego hacia la Plaza Mayor, precedidas de 20 jóvenes hijas de los mártires de la Independencia, que con flores  iban regando el camino por donde avanzaba los triunfadores, la cual estaba decorada igualmente con arcos hechos con rosas y hojas de laurel.

En el atrio de la Catedral se colocó un tablado con dosel, bajo el cual se situaron Bolívar, Santander y Anzoátegui, a tiempo que la multitud los aclamaba, los oficiales levantaban los sables, las tropas sus lanzas y desde San Francisco, los cañones disparaban salvas.

Al toque de silencio, ordenado por el clarín, siguió el discurso de don José Tiburcio Echeverría, Gobernador de la Provincia de Santafé, y concluido éste, la joven Dolores Vargas París, una de las 20 doncellas del desfile, colocó sobre la cabeza del Libertador la corona, al paso que las bandas ejecutaban sus marchas respectivas, las tropas presentaban armas, las campanas repicaban a gloria, y la multitud, estimulada por chicha y aguardiente, prorrumpía en estridentes vítores.

El Libertador se quitó la corona y luego de colocarla sobre las sienes de Santander y Anzoátegui, la arrojó a la tropa que la recogió para lucirla en la bandera del Batallón Rifles. El acto concluyó con la colocación de la condecoración de Boyacá, lo que se cumplió en su totalidad en lo que respecta a la oficialidad, pero sólo a los abanderados y sargentos en lo tocante a la de plata.

Los joyeros de la ciudad no alcanzaron a confeccionar la totalidad de las medallas. En la noche se ofreció un baile a los oficiales, en tanto que los soldados entrelazados con el pueblo, danzaban en las calles.

Vale la pena destacar que de las jóvenes elegidas, algunas vincularon su nombre a la historia colombiana, como Dolores Vargas París, esposa que fue luego del General Rafael Urdaneta, el dictador de 1830, y Rosa Domínguez, esposa del futuro Canciller de la Gran Colombia, don Pedro Gual.

Las restantes contrajeron matrimonio, unas con militares, que habían prestado sus servicios a la causa libertadora, y otras con personas de significación en los primeros años de la República. Solamente cinco de estas ninfas hallaron más grato adornar altares, que pulir charreteras.

Hemos dejado para citar aparte a la hermosa y culta Bernardina Ibáñez, quien asediada amorosamente por Bolívar y Santander, los dejó plantados, no sin antes encender profundos celos cuyas consecuencias bien pudieron ir más allá de lo previsible, para terminar siendo la esposa del estadista santandereano Florentino González, como ya se dijo en un tema anterior.

El 20 de septiembre del mismo año, las tropas iniciaban su marcha hacia Venezuela, para completar la obra libertadora. Es el momento de las despedidas, de los últimos decretos, de las últimas recomendaciones, así como de una proclama del Libertador, que concluye con una frase que acaso no debió olvidarla Santander, especialmente a partir de 1827: “En Santander, yo os dejo a  otro Bolívar”.

Hombres y mujeres se agolpan en las calles para despedir al ejército granadino que, luego de cuarenta días de descanso tras la victoria de Boyacá, marchan a liberar a los venezolanos del dominio español. A la cabeza van Bolívar, Anzoátegui y Solom, seguidos del Estado Mayor y la tropa. En Santafé, sólo queda una pequeña guardia de honor, con algunos soldados, para preservar el orden.

Un romance truncado por la muerte

José Antonio Anzoátegui, uno de los pocos oficiales venezolanos con afectos sinceros a la Nueva Granada, es nombrado Comandante del Ejército del Norte, cuya misión consistía en invadir Venezuela, por Maracaibo, de modo que encaminó sus pasos, llegando a Pamplona.

Él era un oficial formado en la Academia Militar del Coronel Bleza, distinguido en las campañas de la Independencia, relacionado con Bolívar y casado con doña Teresa Arguindegui; de mediana estatura, delgado, moreno, grandes patillas, labios finos, nariz recta y afilada, es el típico producto del elemento mestizo; en noviembre de 1819 cumplirá las 30 años, en fecha que será, no solamente trágica para él, sino también para la campaña que se iniciaba con tan buenos augurios y que estuvo a punto de fracasar, por causa de una bellísima mujer.

Pero, no nos adelantemos, porque para llegar al fin de Anzoátegui, es necesario retroceder un poco. En Duitama, hacía un tiempo, había conocido a una joven alta, morena, de ojos soñadores y mirada profunda, de muy buena familia, cuyo nombre era Cecilia Gómez.

Al verla, surgió en los dos un apasionado y fuerte amor, fue algo simultáneo. Con todo, las relaciones fueron cortas, al quedar suspendidas por la forzosa separación que la guerra les impuso. Se desconoce si este romance se mantuvo a través de la correspondencia epistolar, único medio de comunicación en aquella época.

Así llegamos al 8 de noviembre, dia en que, en ceremonia cumplida en la plaza de Pamplona, es reconocido como Comandante en Jefe del Ejército del Norte; esto es, ha llegado a la cúspide de su carrera militar, pero…, sólo por seis días.

El General y Cecilia han vuelto a encontrarse por circunstancias que la historia no recoge, pero que señalan el curso inexorable de los destinos trágicos. Aunque casada también ella, el fuego de la vieja pasión se revive. El 14 de noviembre, la sociedad pamplonesa y la oficialidad organizaron un homenaje en honor de Anzoátegui, quien junto con el General Santander tenía la más alta graduación del Ejército Libertador.

Desde el medio día, los invitados van llegando; la fiesta se desarrollaba en medio de la mayor animación; los buenos licores circulaban abundantes, al tiempo que un conjunto de guitarras, tiples y vihuelas amenizaban las horas, mientras el militar y Cecilia danzaban entusiasmados.

El festín avanza con la mayor cordialidad y los brindis se suceden con frecuencia. Anzoátegui está ebrio de gloria, de pasión y de un poco de vino; la alegría es propicia a las amables confusiones y, después de charlar un poco, con toda discreción, la febril pareja desaparece del escenario.  

¿Cuánto tiempo duró la romántica fuga?, imposible precisarlo. Lo cierto es, que en un momento dado, la fiesta se interrumpe. ¿Cuál ha sido la causa?: Precisamente Cecilia, que pálida y aterrada y dando gritos de auxilio, sale de una de las habitaciones interiores, ante la impresión de que algo muy grave le ha ocurrido a su amante.

Los oficiales se precipitan a la alcoba, y el doctor Folley, médico forense, luego de examinarlo, dictamina una apoplejía. Con la mayor prontitud procede a sangrarlo, único recurso que ofrecía la ciencia  para esa clase de ataques, ordenando luego la aplicación de compresas de agua fría en la cabeza y baños calientes en los pies.

Sin recobrar el conocimiento, el General Anzoátegui fallece en la madrugada. A tiempo que se acuerda, por parte de la oficialidad dar una información acomodaticia sobre su muerte, por razones que el lector podrá entender, se efectúan los preparativos para los funerales y sepultura en el templo, hoy Catedral.

El Coronel Solom, bajo cuyo mando quedó el ejército, envió un correo que a la mayor celeridad posible que diera la fatal noticia a Bolívar. El Ejército del Norte quedó acéfalo y, como tal, la campaña, cuya urgencia era extrema, tuvo que suspenderse,

Así, todos los preparativos, todas las fatigas, todos los gastos se malograron por un infortunado devaneo de Anzoátegui. Bolívar recibió la noticia en Chita, considerando el insuceso como un gravísimo tropiezo para sus planes, por cuanto sólo dispone de Santander para continuar la campaña, pero con quien no puede contar, al menos en ese momento dada su condición de Vicepresidente en ejercicio.

Tampoco le es posible trasladarse a Pamplona, dada la urgencia de su viaje a Angostura. Así que, luego de consultarlo con éste, optó por nombrar al Coronel Salom Comandante del Ejército del Norte, salvando con ello lo que en un instante tan desafortunado estuvo a punto de perderse.

La viuda de Anzoátegui, profundamente conmovida, pero al conocerse luego la realidad cambió de actitud y al poco tiempo contrajo matrimonio con un inglés de apellido Edwards, del que tuvo siete hijos, pero no sin antes haber escrito a Santander pidiéndole auxilios, los cuales otorgó el Vicepresidente con dineros del Estado, así como de su propio peculio. ¿Cuál fue el fin de Cecilia Gómez?: en honor a la verdad, su recuerdo se perdió en los anales de la historia.

Violenta escena de celos del general Santander

Si la escena amorosa de Anzoátegui tuvo un trágico final, hay otra que ha podido hacerlo aún más, y en la cual tomaron parte, nada menos que el General Francisco de Paula Santander, el futuro Presidente, don José Ignacio de Márquez y doña Nicolasa Ibáñez de Caro, madre de José Eusebio Caro, y quien poseía una belleza casi a la par con la de su hermana Bernardina.

Los hechos se motivaron por un arrebato de celos del General Santander, a quien las malas lenguas bogotanas señalaban como el amante, muy discreto por cierto, de doña Nicolasa, ya para entonces viuda de Antonio José Caro, con quien se había casado en 1813.

El incidente ha podido convertir al Hombre de las Leyes en una víctima de su honroso título, al intentar transformar, por vía de defenestración, en un cadáver nada menos que a don José Ignacio Márquez, tal como lo relata el historiador Horacio Rodríguez Plata en su obra, “Santander en el exilio”.

Cuervo le refirió a Rodríguez Piñeres, según tradición de su familia, que cierto día de 1835, cumpleaños de doña Nicolasa, el doctor Márquez, a quien le impresionaba la belleza y señoría de doña Nicolasa Ibáñez, ya viuda, la pretendía en amores, pese a su amistad con el General Santander. Relataba el General Cuervo que su abuelo Márquez se encontraba de visita en la casa de doña Nicolasa, cuando Santander llegó a visitar a su antigua amada.

Indignado por la presencia allí de quien, en ese momento consideró como un intruso y poseído de incontrolables celos, alzó en vilo al doctor Márquez, que era de pequeña estatura y pretendió lanzarlo a la calle, por la ventana del segundo piso.

Doña Nicolasa, con energía propia de su carácter, agarró a Santander del sacolevita  y con decisión le recriminó lo que pensaba hacer. Santander, sin pronunciar palabra se retiró… Desde entonces se abrió un abismo entre los dos altos personajes, que mucho incidió en la historia de Colombia”.

La escena tuvo que ser tragicómica. Don José Ignacio, pataleando en brazos del Hombre de las Leyes, como muñeco de ventrílocuo y doña Nicolasa, colgada a las puntas del sacoleva tratando de evitar que su otro pretendiente  fuera lanzado a convertirse en papilla en el empedrado de la calle.

Algo que mueve a risa, pero que a la vez se presta a ciertas conjeturas: Si don José Ignacio de Márquez no era un Casanova, no podía el General Santander reaccionar de manera tan insólita. Al fin y al cabo doña Nicolasa era viuda, joven y apetecible, su visitante tenía derecho a dispararle sus románticas flechas y era, además, un caballero de alta consideración social y política.

Por otra parte, si el General Santander no era sino simplemente un amigo de la dama, por qué reaccionó como un tejano? Cualquiera sospecha que algo más que simple amistad había entre doña Nicolasa y el héroe de Boyacá. De pronto hasta andaban en lo cierto las lenguas santafereñas.

Recordemos que si Santander había aceptado, años atrás, así fuera herido tanto en su amor propio, como en su propio amor, a servir de enlace entre la terquedad de Bolívar y la resistencia de Bernardina, dada su condición de subalterno, no podía tolerar ahora que fuera precisamente un subalterno el que pretendiera birlarle a Nicolasa.

Tal fue el fondo de la lógica ruptura entre Santander y Márquez, que trajo como consecuencia, no sólo una seria división en el partido santafereño, sino que, en 1837, el primero apoyara decididamente la candidatura del General José María Obando, no obstante lo cual fue don José Ignacio, apoyado por una decisión del partido bolivariano, el que obtuvo la Presidencia de la República.

El recuerdo de Nicolasa llegó hasta el testamento del General Santander, a quien no poco le costó su afecto por la dama, como lo señala la siguiente cláusula:

“Declaro que el difunto Antonio Caro a su muerte me adeudaba cerca de ocho mil pesos….; los documentos estaban en poder de la señora viuda Nicolasa IbáñezMando que esa cantidad no sea cobrada, pues debo especiales favores a esta señora durante mis persecuciones en el año de 1828”.

Tuvo que ser muy grande el amor platónico de Santander hacia doña Nicolasa, hasta llegar a liquidar esa acreencia como compensación de tan “especiales favores”, sabiendo, como se sabe, la devoción del General por el dinero.

No está  por demás señalar que Nicolasa Ibáñez frecuentemente se mezcló  en las intrigas políticas y que se vio seriamente comprometida en la sublevación del General José María Córdova, lo cual le valió una perentoria orden de destierro por parte del General Rafael Urdaneta, que luego fue conmutada por confinamiento en Honda y Guaduas.

Posteriormente se libró de ser encerrada en las bóvedas de Cartagena, merced a la valiosa y decidida intervención de Castillo y Rada y del Conde Bresson, Ministro de Francia ante el gobierno colombiano, y al que veremos figurar en primera línea en los embelecos monárquicos de los ministros bolivarianos.

Así mismo, la intrépida y hermosa señora Ibáñez fue causante del distanciamiento personal entre dos caracterizados bolivarianos, como fueron Urdaneta y José María del Castillo y Rada. Ciertamente los primeros años de la República, como los devaneos de nuestros próceres, en buena parte giraron en torno a las Ibáñez.

Mujeres atractivas, pensarán algunos; mujeres fatales, dirán otros. Presumiblemente estas incidencias, así como los conflictos que ya para aquella época se habían producido entre Bolivar y Santander, por causa de los encantos de Bernardina, llevaron al primero a decir:

Habrá paz en Colombia el día en que mueran Nicolasa y Bernardina Ibáñez, Bárbara Leiva y Mariquita Roche”.

Nicolasa murió en París en 1873, y Bernardina en Valparaíso, en 1864. En cuanto a las dos últimas sentenciadas por el Libertador, desconocemos dónde y cuándo fallecieron ellas.

 

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